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Poder, evolución y demarcación en la judicialización de la corrupción

Por: Cándido Mercedes.

La judicialización de la corrupción comienza a frenar el poder y genera una nueva democracia y al mismo tiempo, un verdadero espacio de demarcación y decantación.

“La democracia funciona correctamente cuando las instituciones representativas, configuran los conflictos, los absorben y los regulan de acuerdo con reglas”. (Adam Przeworski: Crisis de la Democracia).

Nada encierra más tensiones, disensos y conflictos que la política. Conflicto y política son la cara y el envés de una misma moneda. Constituyen entes dinámicos en la búsqueda del poder, en las relaciones de poder. La política es la lucha por el poder, donde los intereses políticos mueven todas las pasiones humanas. Nada genera más pasiones que la política y en consecuencia más diferencia, más diversidad.

De ahí la necesidad de encontrar el espacio mínimo de tolerancia para poder manejar todas las descargas que gravitan en la lucha no solo por alcanzar el poder, sino, al mismo tiempo, de mantenerlo. Como nos dice Yuval N. Harari en su libro más reciente Imparables: “Se puede usar bien o mal el poder. Para ser un humano debes de entender el poder que tienes y lo que puedes hacer con él”. De ahí la necesidad ineluctable, inexorable de crear mecanismos de control, regulación y límites del poder en todas las facetas de la dimensión humana, porque la lucha por el poder tiene como principal corolario, como fundamento, el conflicto y en esos conflictos median inevitablemente los intereses. Vale decir, opera marcadamente la subjetividad.

En la política obran las decisiones, los individuos en grupos, las relaciones de poder, a menudo en hegemonía y dominación, entre sectores que gravitan en el pináculo y los sectores subalternos. El cómo se da ese grado de interactuación entre las fuerzas sociales, clases sociales y actores, determina el grado de conflictividad de una organización, de un Estado. Pero, la política ha de tener como arte la búsqueda del bien común, puesto que en la praxis a través de los actores políticos se dan soportes de puentes para interactuar entre el Estado y la sociedad, para la distribución de los recursos. La política es, por decirlo así, la ciencia del poder, de la capacidad de influir en una sociedad, en una organización.

En la política y el poder, en la sociedad dominicana, solo nos hemos enfocado en los conflictos electorales que se han suscitado en los últimos 57 años (1966-2023), con mayor énfasis en los años: 1978-1986-1990-1994. Empero, no graficamos objetivamente las transiciones y las necesidades de consustancializar los contenidos que demandaban los desafíos de la época. Las transiciones dibujadas en:

  • 1961-1965.
  • 1966-1978.
  • 1978-1986.
  • 1986-1996.
  • 1996-2020.

El interregno 1961-1965 estuvo matizado por una alta polarización y fragmentación de la sociedad política: muerte de Trujillo, Consejo de Estado, elecciones, golpe de Estado, Revolución de Abril y la llegada de Héctor García Godoy como “puente” para crear las bases de las elecciones de 1966. A partir de 1966, Balaguer conformó un Estado bonapartista, donde en gran parte todas las relaciones de poder y las instancias institucionales estaban bajo su dominio. Era una democracia “formal” donde Congreso y Poder Judicial se constituyeron en un largo mimetismo del Poder Ejecutivo. La corrupción tuvo un colofón diferenciador en la comprensión de un Estado muy pequeño y una burguesía cuasi inexistente.

La corrupción era, pues, la fragua que se derramaba en una gran parte de la sociedad como correa del “crecimiento”. Lo que estábamos viendo en los años 66-78 del siglo pasado (XX) y en muchos países de América Latina y el Caribe. También en gran parte lo que sucedió a lo largo del Siglo XIX, en Europa y los Estados Unidos. Una corrupción cuasi legalizada en la corriente de la expansión económica del capitalismo dominicano. Rostro de lo que Carlos Marx, parafraseándolo “El capitalismo ha sido despojo y sangre en su creación y génesis”.

No creíamos que a partir del 1978 la corrupción seguiría su agitado curso, como fuente de acumulación originaria de capital. Aunque, dado la debilidad institucional, ella siguió caminando, acusó nuevas modalidades, no obstante, no tan significativa. A partir de 1996 llegó al poder una nueva generación. Las expectativas eran extraordinarias, no solo por la llegada de la Generación Baby Boomer, sino por el partido que hizo de la lucha contra la corrupción su principal portaestandarte. Publicaron dos Vanguardia del Pueblo sobre la corrupción, que, mirando en el tiempo, sería como una limpieza dental en comparación con la grosera, lacerante y desgarrante putrefacción que devino a partir de 2005.

La corrupción, a excepción de Ulises Heureaux (Lilis) y Trujillo, nunca había tenido el peso trepidante, corpóreo, del interregno aludido. La corrupción, en todas las formas y variedades: sistémica e institucional. Era parte del juego del poder dominante, era la articulación de la hegemonización, al tiempo que una parte de sus miembros se transformaban en la opulencia de la riqueza, del dinero y de la plutocracia. En la acumulación de 1966-1978, la mayoría de los actores se transformaron en burgueses. Los de 2004 a 2020 son ricos, y muy pocos burgueses. No pueden decir el dinero que tienen, pues sería la más clara obviedad de su latrocinio, pues en 20 años, trabajando honradamente, con pulcritud y transparencia y ganando el sueldo que tenían, no hay la más mínima correlación entre la sociología visual o auditoria visual y lo que eran en la pirámide social de República Dominicana.

En la estratificación social, según la clasificación de Bosch, eran de la baja pequeña burguesía en sus diferentes grados: pobres y muy pobres, y muy pocos clase media y media alta (Eduardo Selman, los Fiallo, Euclides Gutiérrez, Franklyn Almeyda, Rafael Alburquerque, Antonio Abreu Flores, José Joaquín Bidó Medina). El creador del PLD dijo: “La corrupción tiene mil formas en nuestros países, y resulta que la corrupción corrompe, pues el ejemplo de actos ilícitos no son penados y la exhibición de las ventajas que se compran con el producto del robo, van extendiendo la corrupción en diversos niveles.”

Desde 1966 la delincuencia política no fue perseguida judicialmente. Cuando Balaguer, dos o tres casos aislados (Anisia Risi: exdirectora de Aduanas). Desde entonces, los actores políticos generaron en el imaginario, producto de la praxis, que ellos eran una casta especial, donde estaba impedido conducirlos judicialmente, estaban vedados. La justicia no era para ellos. Robar, porque eso es lo que son: cacos, saqueadores, maleantes, cuatreros, estafadores, ladrones. Delincuentes políticos asociados a los delincuentes de cuello blanco.

La justicia era para los pobres, vulnerables, para los jóvenes de los barrios que no tienen empleo. La impunidad era la norma. Cuando la corrupción se da y no se castiga, allí donde la impunidad prevalece, crece la descomposición y la degradación de la vida pública. Teníamos el coeficiente más alto en el Índice de Impunidad después de Venezuela. La corrupción se encontraba en la estratosfera y los presidentes señalaban: “la corrupción no es un problema en la sociedad dominicana, no es sistémica”; mientras que el otro decía: “¿Cuál corrupción?”. Una hipercorrupcción nos configuraba como nación, según todos los reportes internacionales.

Viendo las investigaciones nos estamos encontrando con lo que Transparencia Internacional denomina “Gran corrupción o corrupción a gran escala”. Nosotros la denominamos mega corrupción, que es aquella que por su magnitud afecta toda una colectividad, a toda una sociedad. Solo hay que pensar la inversión de: RD$6,000 millones; RD$19,000 millones; RD$30,000 millones; RD$64,000 millones, en salud, acueductos, viviendas para los sectores más carenciados, etc. etc. Esa criminalidad organizada afecta la vida social y económica de una amplia franja social y nos destruye, nos envilece y desarticula el Estado y todo el marco institucional, a través de la inobservancia institucional.

Estamos en presencia, de algo que debió llegar desde 1996: la judicialización de la corrupción, que es llevar a la justicia a todo aquel que comete un acto punible, independientemente de su jerarquía económica, social, política, religiosa. Muchos creían que el BORRON Y CUENTA NUEVA seguiría. Hoy, tenemos una Procuraduría General que nadie duda de su templanza, entereza, honorabilidad, que acaba de decir doña Miriam German Brito “Todos los casos de corrupción que se han judicializados hasta ahora es porque las posibilidades probatorias y operativas lo han permitido”. Abundó “Confío en que en el caso Calamar el poder Judicial sabrá cumplir con las funciones que le corresponden conforme a la Constitución y las leyes, en condición de igualdad con supuestos análogos, para garantizar los fines propios de las medidas de coerción”.

Vemos, pues, como la judicialización de la corrupción comienza a frenar el poder y genera una nueva democracia y al mismo tiempo, un verdadero espacio de demarcación y decantación. Adam Przeworski nos dice “El sistema democrático funciona correctamente cuando los conflictos que surgen en una sociedad, sean cuales fueren, se procesan de manera pacífica dentro del marco institucional”. La judicialización de la corrupción es el marco de las reglas institucionales que coadyuvarán con más democracia, con una democracia más fortalecida y más halagüeña para el conjunto de la sociedad.

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